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Entre las lágrimas, en medio del derroche emotivo, las verdades controladas y el amor a los hijos con los que trató anoche, en la segunda parte de sus confesiones ante Oprah Winfrey, de ganar de nuevo el corazón de sus compatriotas, entre tanta miseria del pasado, Lance Armstrong, moribundo, habló de una cierta esperanza para el ciclismo. Quizás solo los ingenuos o los idealistas quieran creerlo, pero quizás no venga mal para todos un poco de credulidad bienintencionada en estos tiempos de colmillos retorcidos. Armstrong, tras confesar su dopaje durante los siete Tours que ganó, añadió que, sin embargo, no había tocado nada prohibido cuando regresó al ciclismo en 2009 y 2010, y que eso era, entre otras cosas, una prueba de que el ciclismo había cambiado. Él había quedado tercero, y limpio, así que todos estaban limpios. El miedo a la policía, el pasaporte biológico, el miedo de los patrocinadores, forzaron el cambio.
Sería, entonces, el simbolismo hermoso por su perfección: la muerte de Armstrong, el nacimiento del nuevo ciclismo. Y una fecha para marcar el cambio de época, 17 de enero de 2013. Una muerte, la de Armstrong, necesaria en cuanto representante de una forma de hacer que condujo al ciclismo al descrédito, al borde del precipicio, al abandono de los patrocinadores, a su oscurecimiento televisivo. Un nacimiento esperanzador que, como recordó David Millar, uno de los misioneros de la nueva era, se encarnó en 2012 en tres vencedores limpios en las tres últimas grandes vueltas.
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